“Imagínate en un tren en una estación
con porteros de plastilina que llevan corbatas que parecen de cristal.
De repente hay alguien allí en el torno,
la chica con los ojos de caleidoscopio.
Lucy en el cielo con diamantes
Lucy en el cielo con diamantes
Lucy en el cielo con diamantes ah, ah”
decían y cantaban los Beatles mientras Marilyn Monroe, el mayor símbolo sexual del Occidente de la segunda mitad del siglo XX, afirmaba con ternura que “los mejores amigos de las mujeres son los diamantes”, una versión más ligera ésta y más poética aquella que olvidan la riqueza de este cotizado mineral: sus facetas, sus múltiples espejos o, tal vez, sus múltiples fragmentos de un único espejo.
Fueron siempre muchos, y son más ahora en estos tiempos potenciados con las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, los modos comunicativos posibles que la creatividad del ser humano elige, encuentra, frecuenta, experimenta o genera para alzar su voz, para expresarse, para lanzar al viento su palabra (a veces su casi silenciosa, tímida y pequeña palabra).
Cada modo comunicativo, cada forma de comunicar, tiene un soporte determinado que determina a su vez un lenguaje específico. Los códigos internos y la especificidad de un modo comunicacional, nos proponen una manera de contar particular que opera como una alternativa ante los modelos tradicionales y que exige una lectura desde una determinada modalidad de análisis cultural (Du Gay: 1997).
El trabajo del creador, de cuya soledad y silencio se han creado muchos – aunque similares - estereotipos, desde el siglo XX y la aparición e instalación de nuevas maneras de contar, ha engrasado los ejes de la carrera de la creación en la línea de ir abandonando lo individual, silencioso y secreto.
Cuando el creador se decide por el riesgo, o por el deseo de experimentar otra forma de producción, y se elige, encuentra, frecuenta, experimenta o genera otros modos comunicativos, aparece frente a él y en su derredor todo un escenario de campos más agitados, atractivos y amenazantes: una tarea grupal, un encuentro con los otros, una confrontación necesaria a la que no se debe temer, una pérdida de la autocomplaciente soledad, un espacio de discusión que exige actitud y mente abierta y que, inevitablemente, termina potenciando el producto final.
La radio, la televisión, el cine, modos nacidos en el siglo XX, son todos artefactos culturales que demandan una mayor participación grupal que la escritura de un texto o la gestación icónica – forma y color mediante - en un espacio más íntimo e individual.
La inconsciente tarea de la creatividad (que todos tenemos como el brote de un rosal – tocado por la primavera o aún dormido - en nuestra esencia humana) nos va impulsando hacia lo grupal.
Aquel pintor/pintora que gestaba azules personalidades egoístas jugando con inmensas bolas de fuego pero en una más inmensa aún soledad se comienza a juntar con otros artistas visuales generalmente con un solo eje en común, dos en realidad: la cuestión etárea (que parece suavizar asperezas y comulgar códigos y/o valores) y la idea en común, la propuesta ideológica (o simplemente formal), esa mancomunada, masticada en el grupo, resuelta colectivamente. Entonces se comienzan a ocupar espacios de exposición pero ahora en forma conjunta. O se comienza a salir a la calle a apropiarse o simplemente a marcar espacios públicos con una instalación donde explote la diversidad de estéticas, colores, formas y texturas, una diversidad que lejos de diluir la idea de la ocupación y exposición, une, facilita, potencia, fortalece el sentido.
El cuentista de la biblioteca al fondo de la casa que trabaja en soledad y esa tarea le es más o menos feliz pero autocomplaciente comienza a aburrirse de verse siempre desde el mismo espejo del cuarto y entonces - ¡inconsciente apertura de la creatividad! - necesita de otros espejos, de otras facetas de su rostro y de su cuerpo. Y de su obra. Y sale a trabajar en red, a exponerse en un blog, a inventar estrategias que le permitan transformar al clásico modelo de lector lejano de rostro desconocido e inasible, en un ser más próximo que a golpe de teclado, locución menos elaborada, emoción menos racional y más encendida, y a vuelta de pantalla, lo interprete, le haga ver lo que él no pensó que generaba, le de síntomas de recepción, lo alimente, lo ponga en saludable crisis, le de respuestas. Tal vez como preguntas, pero válidas respuestas.
Cine, televisión, radio en menor medida, necesitan de una creatividad que se potencie en la tarea grupal.
Las nuevas tecnologías impulsan a sacar al creador de su cuartito más luminoso o más oscuro pero siempre cerrado, autoprotegido, resguardado.
Y un modo comunicacional, uno de los más antiguos en la historia de la expresión humana, sigue avanzando desde los orígenes de la especie con esta misma diversidad, con este necesario acopio de saberes, con la diversidad de especializaciones concluyentes que le es propia.
Con todas sus facetas en acción.
Como un diamante.
El teatro aúna, convoca, integra… Armónicamente habla con el texto pero también con la luz, los cuerpos, los elementos. Y con el espacio. Y con el tiempo… Y genera o participa de otros modos comunicacionales a los que precede.
El teatro instala, en el imaginario popular, una idea de totalidad, una síntesis de otras artes, la ilusión de la vida en movimiento, las múltiples facetas del diamante…
A esa idea de totalidad, el teatro la instala con sus dos planos.
Uno de ellos es el fundacional: la palabra, la historia contada a través del soliloquio, el monólogo, la narración de sucesos, los diálogos… Hablada o cantada, la palabra. Aún cuando la idea y la estructura surjan del juego de los actores y la improvisación del grupo: la palabra que une esos momentos, la palabra que hila y da forma al tapiz.
El otro plano es el de la representación de esa literatura dramática.
El teatro, antiguo modo comunicacional del ser humano, funciona como un diamante. Y funciona así en una triple visión.
Una es ésta recién insinuada de su necesaria diversidad. No basta la palabra escrita, no es suficiente la labor del dramaturgo para que la liturgia de este modo comunicacional se efectivice. Un libro no es un final victorioso para su tarea; puede serle útil para su difusión, como lo es un centro de propagación teatral, una web bien diseñada o una biblioteca. Pero no es el final ni justo ni deseable para esa producción.
Esa cara del diamante del teatro necesita de las otras facetas. Necesita de las voces de los cuerpos en acción. Necesita de la maravilla de la luz y la sombra y el estallido y las penumbras. Necesita de la aspereza de un sonido, de un canto disonante, de la caricia de una flauta, del rasguido desaforado de una guitarra, del pozo del silencio. O de las alas del silencio.
Esta faceta producto de un autor no es suficiente, de un autor tan bien definido por Kafka: “Cuando me pongo a escribir después de cierto tiempo, atrapo las palabras como si las sacase del aire vacío. Cuando consigo una, sólo la tengo a ella y todo el trabajo empieza de nuevo desde el principio”. Necesita de un espacio (escenario a la italiana, circular, retablo, calle o árbol en la plaza) que se contagie y contagie cuerpos, luces, sonidos, silencios y palabras. Necesita de telas – más presentes o más ausentes, más pesadas o más etéreas, más coloridas o más translúcidas y sutiles – que hagan su danza en ese espacio, entre esas luces, con esos sonidos y silencios, con esos cuerpos… ¡Ah, y con las palabras!
Otra de las visiones como podemos entender y ver al diamante del teatro está vinculado con ese aspecto tan suyo que es marca identitaria de este modo comunicacional: su esencia de liturgia, de ceremonia pagana, de rito que vivifica al mito, de emoción pura y salvaje encendida por una sola vez… Irrepetible.
La obra creada, gestada por el dramaturgo – absolutamente solo y atrapando palabras del aire vacío como decía Kafka – o trabajada mano a mano o con los actores o con un director/directora, se terminará un día. Se ha de registrar y… Y es allí donde aparece lo fantástico de la dramaturgia, lo que hace absolutamente inmortal al autor de estos escritos: la puesta en escena, el estreno, la una o las doscientas funciones de ese espectáculo. ¿Qué es lo fantástico? ¿Dónde está la inmortalidad? En las resignificaciones que se está haciendo y que probablemente se podrá hacer muchas veces más de ese texto, de esa una faceta del diamante.
Ese texto puesto en escena por un grupo determinado ofrecerá un reflejo desde una faceta del diamante posible. No será la misma desde otros grupos. No será la misma desde otros directores/directoras. No será la misma desde el iluminador, el escenógrafo, el músico, el vestuarista, el diseñador… Y tampoco esa mirada de la realidad de un texto será la misma en el espíritu y la racionalidad de los diez o doscientos o dos mil espectadores que compartan la historia.
El territorio donde el ritual se cumple y la época en la que esa liturgia se concreta también determinarán la resignificación de ese texto y, a veces, de ese texto y de la memoria de versiones anteriores que se decide homenajear o transgredir. Tiempo y Espacio operan en el despertar de las facetas del diamante que lo metaforiza. Tiempo y Espacio y Causalidad porque… por qué se ha elegido ese texto y no otro en determinado recorte de la historia de ese grupo, de esa comunidad, de esa región, de ese país? ¿Cómo y cuántas veces la misma historia golpea en diferentes parches de la comparsa? ¿Cuántas resignificaciones, subrayados de sentidos, intenciones y alusiones ha tenido la mítica historia de Electra desde aquella narración dramática del Sófocles de la Grecia clásica hasta la desgarradora razón de contarla de la Griselda Gambaro de la post dictadura militar argentina? Tiempo, Espacio y Causalidad operan en forma directa sobre las diferentes facetas del mismo diamante. Tiempo, Espacio y Causalidad: acertadas y constantes preocupaciones filosóficas de Juan Benigar, aquel sabio pensador croata, esloveno y argentino patagónico.
Una de las tres visiones del funcionamiento del teatro como un diamante es aquella de su necesaria diversidad a la que hicimos referencia al principio. La segunda es la concerniente a su identidad como liturgia, como ceremonia pagana, como rito vivificador.
Y hay una tercera visión posible en esta caleidoscópica metáfora del diamante. Si observamos esas prácticas sociales de los modos comunicacionales, si los observamos cada uno con sus características especiales signadas por los artefactos utilizados – tanto desde el bando de lo tecnológico más innovativo como desde el de los modos más personalizados de la comunicación -, lo fantástico parece preferenciar "el tratamiento de interrogantes permanentes, de incógnitas intemporales", como dijo alguna vez el poeta y narrador argentino Ángel Bonomini (1929-1994). Y esto se manifiesta cualquiera sea la producción que observemos.
Es patrimonio y característica de lo fantástico ser un diamante que refleja diferentes caras, diversas parcialidades, distintas partes que metaforizan la realidad circundante.
En la primera cara de su doble plano, la literatura dramática occidental siempre ha dado espacio, desde sus orígenes hasta hoy, a lo fantástico y a la ciencia ficción (María Pareja Orcina), a la representación – y resignificación - de una realidad trascendente que se van fijando a través de textos y modos particulares de ser puestos en escena, de seres fantásticos que se mueven (actúan) en espacios y tiempos diferentes a los presentes de los dramaturgos, cercanos a la relectura de lo vivido, contagiados y contagiando anticipaciones… Vivos. Fantásticamente vivos. Lúcidamente espejados en el maravilloso diamante de la metáfora, pero de una metáfora que emociona y respira.
Cuando Eloy González hurga en su biblioteca y se topa con el cuento de Horacio Quiroga, "El Vampiro", comienza a pensar una obra teatral en la cual pueden convivir Literatura, Música, Cine, Radioteatro, diferentes modos comunicativos a la vez, todos en una misma historia, con igual jerarquía, cruzando los límites de las dimensiones conocidas y aceptadas por nuestra percepción.
Cuando Kafka escribe que “El deseo de representar mi fantástica vida interior ha desplazado todo lo demás, y además lo ha agotado terriblemente, y sigue agotándola” para luego producir su “Informe para una Academia”, planta un personaje central que saltará de la narración al teatro de la mano y el talento del español José Luis Gómez. Y lastimará la fragilidad humana con su Mono Perorrojo.
Cuando Shakespeare y Goethe y Esquilo y los adaptadores del Frankestein de Mary Shelley y los muchos más del Drácula de Bram Stocker al teatro y a la comedia musical sueltan los fantasmas en escena, ellos toman carnadura, nadie los discute, y no es necesario verlos ni escucharlos para sentir sus presencias heladas en escena.
Cuando Benavente se libera del realismo y escribe para niños "El encanto de una hora", más allá de abordar una temática parecida a la de Andersen, se libera del realismo.
Cuando el argentino Nalé Roxlo instala su sirena dispuesta a perder su cola por amor al hombre que termina despreciándola, cierra una metáfora contundente acerca de los límites y los abusos de las falsas virilidades.
Cuando Rostand, aquel poético autor de “Cyrano de Bergerac”, aborda y cuenta “La última noche de Don Juan” (1914) y Alfred Jarry nos presenta su "Ubú rey" (1896) y Valle Inclán llega con sus esperpentos, y vuela la observación y la comprensión de sus contemporáneos de García Lorca por los amores “…de don Perlimpín” (1928), estos autores no están escribiendo gratuitamente estas historias ni escapando de ninguna realidad, sino que la metaforizan, le dan más dolor y filo a sus cuchillos, más puentes de comprensión a esas realidades de las que parten aunque sin nombrarlas con el nombre que le damos todos y todos los días.
Así como aquel Faustus, viejo mago de los siglos XV y XVI, fue pretexto para una tragedia de Marlowe sobre los valores humanos y la necesidad de una culpa que era necesario pagar, fue para Goethe la exaltación de la juventud como valor supremo e inalcanzable para un ser humano que la ha perdido, fue delirio y poesía para La Fura dels Baus y sus textos corporales y sonoros, también sirvió para metáfora del nacional socialismo al Thomas Mann del "Doctor Faustus".
Vuela la metáfora en estas historias del teatro adonde, gracias al “todo está permitido”, se interpreta una realidad sin sus límites…
Pero algo más hay para decir.
Y algo que tal vez invalide todo lo observado hasta ahora.
Algo esencial.
Lo esencial es eso que Juan Benigar definía como que “no es la multitud de los conocimientos parciales lo que nos lleva a la sabiduría sino la facultad de encontrar la unidad de lo múltiple” es que los trabajadores del teatro – desde el dramaturgo, pasando por los actores y directores y hasta el simple y novato utilero – consciente o inconscientemente perciben que algo está quebrado y “huele mal” no sólo en Dinamarca sino en todo Occidente: de la segmentación del ser humano, hablo.
De esta enfermiza separación absoluta entre la razón y el espíritu, entre el cuerpo y el alma (o como querramos llamar a la esencia de vida), entre la realidad y el sueño, entre lo que da en llamarse natural y sobrenatural, entre lo que separan como lo real y lo fantástico, entre la vida y la muerte, entre la vigilia y el sueño. Esa “facultad de encontrar la unidad de lo múltiple” que reclamaba Juan Benigar antes de morir en las tierras de la Pehuenia es la concepción de la América originaria, la de lo holistico, la de la unión de la realidad y la fantasía.
Nosotros, herederos de los despojos de Europa, seguiremos hablando seguramente del poder de la metáfora de lo fantástico para ofrecer una mirada más lúcida y diferente sobre la realidad pero de esto seguiremos hablando hasta comprender la otra cosmovisión, la de las naciones que habitaban y habitan afortunadamente muchas de ellas esta América nuestra. Quinientos años mediante, algunos ya lo han aprendido, otros tal vez nunca lo logren y otros podamos ir descubriéndolo, cada uno en su momento, cada uno a su tiempo…
Brindo por este modo comunicativo del teatro para que siga siendo un diamante que emociona, que sacude, que respira y que nos permite ver tantas versiones de un mismo suceso así como tantos pero tantos fragmentos a los que, en estos ejercicios interculturales, habrá que leer y escuchar para encontrar la deseada unidad de los pedazos, esa unidad de lo múltiple (Benigar) que es la mansa sabiduría.
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