Entre tanto reclamo (justo) por la nula calidad de muchos de sus productos, de vez en cuando hay ocasión para el aplauso a la televisión.
Una de ellas tuvo lugar a finales de la década de 1950, cuando la cadena norteamericana CBS comenzó a emitir la que luego se convertiría en una serie de culto: La dimensión desconocida (The twilight zone).
Mientras el cine y la televisión norteamericanos pagaban las consecuencias de la guerra fría con una mortificante restricción de sus agendas temáticas, hubo voluntades dispuestas a dejar en evidencia que la censura es estéril ante la inteligencia.
Una de ellas fue la del talentoso Rod Serling, quien descubrió que si la censura del mccartismo no le dejaba exponer libremente lo que pensaba, podría perforar la mordaza poniendo sus ideas en boca de personajes de fantasía, colocados en contextos y situaciones imaginarios. Y con ese recurso aquel ciclo de 92 episodios alcanzó la consagración.
En la apertura de cada capítulo Serling invitaba a abrir una puerta “con la llave de la imaginación. Tras ella encontraremos otra dimensión, una dimensión de sonido, una dimensión de visión, la dimensión de la mente. Estamos entrando en un mundo distinto, de sueños e ideas”.
El propio Serling escribió varias de las historias y cuando no lo hacía él, La dimensión desconocida dispuso de un plantel de prestigiosos autores de ciencia-ficción como Charles Beaumont, Richard Matheson, Jerry Sohl, George Clayton Johnson o Ray Bradbury.
Cada capítulo semanal de 30 minutos trazaba con maestría el dibujo artístico de la crítica social. Cada semana, desafíandose a sí misma, la televisión buceaba en las profundidades humanas. Sobre todo en sus costados más oscuros.
Si la realidad es inabordable –parece haber pensado Serling–, llegaremos hasta ella a través de la fantasía. En el camino fue ocupándose de asuntos tan reales como los prejuicios, los miedos, la intolerancia, los totalitarismos y demás miserias de ese mundo presuntamente feliz de los estadounidenses. Y lo hizo desde la misma (aparente) erosión de la realidad que la fantasía puede desplegar a partir de su enorme capacidad metafórica.
En aquel paisaje sombrío de los Estados Unidos la creatividad volvió a ofrecer su candil esencial.
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